Compasión y crisis

Compasión y crisis

Compasión y crisis

Por Luis Wertman Zaslav

Thurgood Marshall mantiene hasta hoy el récord de victorias (29 de 32) en juicios llevados ante la Suprema Corte de los Estados Unidos y también el no menos importante de asuntos presentados ante ese tribunal. Nunca sabremos si esos dos logros influyeron en su nominación a ministro en 1967; aunque sí parece que fueron determinantes en su nombramiento como procurador general de justicia en la administración del presidente Lyndon Johnson.

Marshall fue un brillante abogado, tal vez el mejor litigante en la historia de la defensa de los derechos civiles en Estados Unidos. Había sido rechazado por la facultad de derecho de la Universidad de Maryland, que en ese entonces no aceptaba estudiantes de color. Años después, llevó con éxito una demanda en contra de esa misma facultad por negarle el acceso a otro estudiante basándose solo en su raza. Creía, como le dijo alguna vez uno de sus profesores, que la ley podía ser un instrumento de cambio social. Se le conoció, hasta su fallecimiento, como “el gran disidente”. Tiene una frase poderosa: “El proceso de la democracia es uno de cambio. Nuestras leyes no están congeladas de forma inmutable; están constantemente en el proceso de revisión en respuesta a las necesidades de una sociedad cambiante”.

Si la idea de justicia no se refleja en los actos más simples de la convivencia social, el sistema legal no es creíble. Si, peor aún, está al servicio de intereses que están por encima de la protección de derechos y garantías ciudadanas, pierde toda conexión con la mayoría de las personas. Y un sistema jurídico que no cuenta con credibilidad ni con la vinculación con la ciudadanía se encuentra lejos de esa realidad que debe moderar, a partir de la aplicación correcta de las leyes y de las normas.

Por mucho que discutamos en las redes sociales y opinemos sobre escenarios catastróficos, el único análisis objetivo posible es observar si hay justicia en la vida cotidiana de las personas. Todo lo demás, importante solo para el debate, se vuelve secundario para una sociedad que forcejea de tiempo completo con la inequidad y el abuso.

Claro que las instituciones de seguridad, las fiscalías y los ministerios públicos tienen mucha responsabilidad en ello; nadie está argumentando lo contrario, pero la decisión última está en un sistema de justicia que siempre se ha presentado ante nosotros como cercano a lo infalible y, por supuesto, inapelable.

Durante años supimos poco acerca de las bondades de este entramado, aunque conocíamos de primera mano sus defectos. En un acto de reflexión, podríamos analizar si la decisión mayoritaria de la última elección federal estuvo impulsada en parte por esa evidente opacidad y poca congruencia de un sistema que, al menos en su contacto directo con la gente, se mueve bajo otros principios que no tienen nada que ver con los de ofrecer justicia pronta y expedita.

Un reto diario de las instituciones y de las personas que las representan es adaptarse a los cambios de la sociedad. No somos los mismos de hace seis años y, por mucho, no somos los de hace veinte. Esa brecha entre lo que pide la gente y lo que proporcionan las instituciones a cambio, es la respuesta de lo que sucede en este momento. Generar confianza es un proceso que se mide en décadas y que puede destruirse en horas; ninguna institución que goza de esta se tambalea, pero cualquiera que no la tiene desaparece en breve.

Escribo como ciudadano, porque eso es lo que soy en primer lugar, y mis experiencias con el sistema de justicia mexicano no son diferentes a las de millones de personas que no han encontrado lógica en veredictos y sentencias, cuando las hay. El argumento que he recibido tampoco es ajeno a nadie: así funciona. Ni siquiera grandes amigos, que son también grandes abogados, han podido ir más allá de esas dos palabras, y eso que ellos se dedican profesionalmente a tratar de que funcione mejor.

Desde mi punto de vista, todas las opiniones se han vertido alrededor de las reformas actuales al sistema de justicia. Nadie se ha quedado callado y menos se ha reservado su inconformidad. Sin embargo, el mandato social es uno y consiste en adaptar estas instituciones a la realidad del ciudadano común. Podemos invocar muchos preceptos; no obstante, siempre topan con un hecho incontrovertible: hubo muchas oportunidades de modificar el sistema y de mejorarlo; se perdió el tiempo y se enfrentaron los poderes y los intereses en lugar de dialogar y encontrar salidas. Era momento de consensos y no se interpretó así, subestimando una voluntad popular que hoy tiene un peso enorme.

Thurgood Marshall tiene otra frase que comparto: “La forma de medir la grandeza de una nación es su habilidad de mantener la compasión en momentos de crisis”. Esta no es una crisis, sino un cambio de paradigma. Entre todos, avancemos para lograr la máxima aspiración de cualquier sociedad, que es la justicia sin distinciones.

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